martes, 7 de mayo de 2013

Le gustaba dibujar personas. Le gustaban las manos. Sobretodo las manos. Las manos de hombre fuertes y grandes. Esas manos que cuando te secan una lágrima no dejan espacio para mas y que cuando te arrancan la ropa lo hacen de una forma torpe y suave al mismo tiempo.

También le gustaban las manos de mujer. Las manos finas y delicadas, muy delicadas. Como las manos de las pianistas o las bailarinas que mueven sus dedos de una forma tan armónica y suave que no puedes dejar de mirarlas moverse.

Las manos de los ancianos eran su perdición. Las arrugas de toda una vida recogían la historia de todas las espinas que alguna vez se habían clavado allí cogiendo flores, de todas las astillas de madera que parecían imposibles de sacar, de todas las quemaduras de años y años de perfeccionamiento de unas croquetas que, seguramente, pese a su inexistente valoración a nivel mundial, debían estar entre las mejores que jamás alguien podía probar.

Sin embargo eran ellas, las manos, las que nunca había conseguido dibujar con exactitud. Las que nunca había logrado plasmar con la belleza merecida. Siempre torcidas, siempre con algún dedo demasiado largo y algún otro demasiado corto. Siempre con una expresión forzada, alejada de la natural forma con la que posaban ante ella.

Pero estaba segura de que algún día en las arrugas de sus manos se esconderían años y años de perfeccionamiento de las que, seguramente, y pese a su inexistente valoración mundial, estarían entre las mejores que jamás alguien podría dibujar.


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